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Muriel Feiner

muriel feiner (@murielfeiner) | Twitter

Vi mi primera corrida en julio de 1965, como típica turista, en la plaza de toros de Las Ventas, armada de todos los prejuicios habidos y por haber en contra de la Fiesta. Esperaba marearme con el primer asomo de una gota de sangre y, de antemano, me parecía la corrida un cruel espectáculo en el que «torturaban y mataban a ‘un pobre animal'».

Recuerdo perfectamente que saltó el toro a la arena como una flecha, bravo y desafiante, mientras que el torero salió del burladero a su encuentro. Abrió el capote, se lo ofreció al enfurecido animal y, haciendo un suave movimiento con ello, lo guió, casi rozando, a lo largo de su cuerpo. El matador dio un paso adelante y repitió lo que, después, supe era una verónica, y lo realizó una vez más ante mis asombrados ojos (no podía creer la belleza inaudita que acababa de ver).

¿Dónde estaba la brutalidad y violencia de los que había oído hablar? ¿Dónde estaba la crueldad contra un animal indefenso? El toro pedía pelea y el torero le dio una brava y noble contestación.

La corrida se desarrollaba con toda normalidad … No me desagradó el tercio de varas, me encantaron las banderillas y me emocionaron la faena y el ‘momento de la verdad’.

De vuelta a la pensión estudiantil, lo primero que pregunté fue cuándo se celebraba la próxima corrida. Me había impresionado profundamente mi primer encuentro con la tauromaquia y marcó mi vida para siempre.

Al volver a la universidad en los Estados Unidos, sentí una nueva ilusión: El famoso ‘gusanillo’ de los toros. Vi todas las corridas televisadas en diferido de México por el Canal Español de Nueva York, y por medio de esa emisora supe de la existencia de un Club Taurino que se reunía el primer jueves de cada mes en un céntrico hotel de Manhattan…

En el Club Taurino de Nueva York, que es sólo una de las quince peñas taurinas fundadas en los Estados Unidos, aprendí mucho sobre la crianza de los toros, la historia de la tauromaquia y los fundamentos de la lidia.

Mientras cursé mis estudios universitarios, pasé los veranos en España, para asistir a todas las corridas que pudiera. Al terminar mi carrera, me instalé en Madrid por un año con el fin de mejorar mi dominio del castellano y también empacharme de toros de una vez por todas.

Mi primer deseo, aparte de buscar trabajo, era entrar en contacto con el mundo de los toros. Quise hacerme socia de una peña taurina y así ampliar mis conocimientos. Como no conocía a nadie, me dirigí a don Livinio Stuyck, el entonces empresario de la plaza de toros de Las Ventas, para que me pusiera en contacto con alguna peña madrileña. El señor Stuyck tuvo la gentileza de escribirme una amable carta en la cual decía que lamentaba mucho mi caso pero que creía que no se me admitiría en ninguna sociedad, ya que eran sólo para hombres. No obstante, me facilitó las señas de la Peña El 7.

Contacté con su presidente, Tomás Martín ‘Thomas’, quien me confirmó que la peña no aceptaba socias femeninas. No obstante, viendo mi sincera y profunda afición, y reconociendo que había otras mujeres y extranjeros en mi misma situación, me animó a fundar el ‘Club Internacional Taurino’, en 1970, con socios de ambos sexos y de varias nacionalidades, predominando la española, norteamericana e inglesa.

El Club organizaba reuniones mensuales, conferencias, proyecciones de películas, fiestas camperas, excursiones, y la publicación de un boletín mensual bilingüe, editado en español e inglés.

Encontré trabajo como periodista, escribiendo de toros, entre otros temas, y un día hice una entrevista a un destacado novillero, Pedro Giraldo, que cinco años más tarde (después de tomar la alternativa), se convertiría en mi marido y padre de mis dos hijos, Pedro Luis y Blanca Verónica.

No quisiera que ningún lector creyera que he contado mi pequeña historia por una falta de modestia. Es totalmente lo contrario; es simplemente el relato de una aficionada, que es de lo que se trata el capítulo,… que además ha tenido muchísima suerte en su vida.

 

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